miércoles, 17 de febrero de 2010

Capítulo III

La hoja en blanco era un insulto. Primero se dijo que era muy temprano para escribir nada, después, que la cabeza le dolía demasiado, y por último, que no tenía nada que contar. Habían pasado meses desde la última vez que se le había ocurrido un argumento, y, para colmo, había sido otra variación de los meses con Cristina.
No se puede vivir en el pasado a menos que nada cambie. Todo varía tanto como mutan los días de la mañana a la noche. Ya no hay nada en el pasado que haya sucedido como lo recuerdo. Quizá si me doy cuenta de que las historias terminadas son una sucesión de soledades.
El café humeaba sobre el escritorio. Algunas anotaciones se dejaban leer en hojas sueltas, mientras sus manos descansaban sobre el teclado. Me gustaría sangrar tinta por los dedos, pero nada de lo que hago tiene que ver con la tinta. Se observaba las manos. Hasta cuándo, se preguntaba, van a tener que ver con la escritura. El sol se movía a través de la ventana, y el café ya estaba frío.
"Para ciertas personas afortunadas, los pasillos del Pasaje San Martín se asemejan a laberintos en jade. Sosa era uno de esos afortuandos, ya que su calidad de sanrafaelino lo había alejado del centro de Mendoza tanto como era posible". Releyó las líneas y se preguntó si era una burla hacia algo. Seguramente, ya no puedo escibir nada sin hacer referencia a alguien. Decidió que era inútil. Comenzar a redactar sin tener idea de lo que se va a escribir es un ejercicio ingrato.
Se podía ver balbuceando en el medio de una clase, esperando que el profesor terminara con la tortura, sientiendo como sus compañero querían escuchar lo que se suponía que tenía que decir. En esa época tampoco sabía nada. El único cambio que trae el paso del tiempo es el aburrimiento. Ese domingo la suya era una tristesa en sepia, sin nada de especial.