martes, 8 de diciembre de 2009

Capítulo I

Se despertó con los ojos cerrados. La conciencia le había llegado en medio de un sueño ya conocido. Tres personas lo perseguían en su pueblo natal. Recorría todo como en un recuerdo, pero los gritos de los tres seres, que más tarde creería alados, manchaban todo con tristeza y furia.
No sentía su cuerpo. En el vacío oscuro sólo escuchaba sus pensamientos, que llegaban con la claridad de la mañana. El día en frente suyo era amenazante. Planeó no salir de su departamento en todo el día, aunque quizá afuera todo era hermoso, y pasear por la ciudad iba a ser lo mejor que le podía pasar. Más adelante, pensó, más adelante.
Todavía no quería abrir los ojos. El mundo entra por los ojos y estaba aterrado del mudo. Era posible que todavía no hubiese despertado, y que los tres seres, todavía sin alas, estuvieran observándolo dormir, esperando, como él, que algo sucediese. No hay nada, no hay nadie, intentó tranquilizarse.
Luego recordó a Cecilia. Se había ido, estaba solo. Mejor, quizá pretendía algo de mí esta mañana. No hay nadie y es mejor así. Todos esperan algo, si no hay nadie, nadie espera nada y yo soy nada. ¿Qué habrán querido los tres de mi sueño? Era un día verdaderamente hermoso el de mi sueño, de esos días que sólo existen en el recuerdo o en otras personas.
Deseaba haberse despertado en otro lugar, otro día. Esperaba que fuese un jueves, un sábado, inclusive un martes. Abrió los ojos: era domingo y estaba en Mendoza.